La señora Theresa Henzi fue mi profesora de álgebra del primer año del colegio secundario en Vineland, New Jersey, en 1942. Era una mujer corpulenta, más baja que el promedio, de apariencia regordeta y de vestir poco distinguido. Tenía tobillos gruesos y llevaba unos anteojos octogonales sin marco cuyos cristales reflejaban la luz la mayor parte del tiempo, lo cual hacía difícil leer la expresión de su mirada. Tenía una cara redonda y agradable enmarcada por un pelo castaño ondulado, veteado de gris. Supongo que aquel año en que fue mi profesora tendría unos cincuenta y cinco años o quizás algo más.
Lo que recuerdo más vívidamente de sus clases es el modo que tenía de revisar las tareas para el hogar que no había asignado. Hacía pasar a la pizarra, situada al frente del aula, a tres o cuatro alumnos para que estos resolvieran los problemas que nos había encargado el día anterior. Normalmente se trataba de ejercicios de ecuaciones extraídos del libro de texto en los que se pedía simplificar las operaciones y despejar el valor de x. La señora Henzi, de pie junto a la pared opuesta a las ventanas, con sus anteojos resplandeciendo por el reflejo de la luz, leía el problema en voz alta para que los estudiantes que estaban junto a la pizarra lo copiaran y resolvieran mientras el resto de la clase observaba. A medida que cada alumno terminaba sus cálculos se volvía hacia la clase y se corría un poco para permitir que los demás vieran su trabajo. La señora Henzi revisaba cuidadosamente cada solución y prestaba atención no sólo al resultado, sino también a cada paso dado para llegar a él. Si todo estaba bien, la profesora enviaba al alumno de regreso a su banco con una palabra de elogio y asintiendo brevemente con la cabeza. Si el alumno había cometido un error, lo instaba a revisar su trabajo para ver si él mismo podía descubrirlo. “Allí hay algo que está mal, Robert”, decía. “Míralo de nuevo”. Si después de unos pocos segundos de escrutinio, Robert no podía detectar su error, la señora Henzí pedía un voluntario para que señalara donde se había equivocado su desventurado compañero.
[…] Es bastante extraño que no retenga yo ninguna imagen visual de la señora Henzi en el acto de realizar lo que hoy a veces se conoce como “enseñanza frontal”, es decir, el profesor de pie frente a la clase, con una tiza en la mano, dando instrucciones directas sobre cómo hacer esto o aquello. Trato de imaginármela en esa postura, que estoy seguro ella debe de haber adoptado en innumerables ocasiones, pero todo lo que obtengo es esa imagen de la señora Henzi parada a un costado del aula supervisando la revisión diaria de las tareas que habíamos realizado en casa, con los cristales de sus lentes octogonales relampagueando como dos espejos gemelos al reflejar la luz de las ventanas.
[…] Sospecho que algo aprendíamos en su clase que lo que aprendíamos en su clase no se limitaba en modo alguno al álgebra. Era muy seria, o por lo menos así la recuerdo. Ciertamente el álgebra no era broma. Y no se hacían chistes en su clase. Los chistes se hacían en el patio o en el autobús. Con ella teníamos que dedicarnos a los quehaceres formales. Tal vez una comprensión más profunda me permita pensar que su enseñanza adicional tenía algo que ver con el hecho de darse cuenta de que las cosas difíciles pueden llegar a ser fáciles si uno las va dominando paso a paso. Porque ciertamente en la clase de la señora Henzi también aprendíamos eso.
Nuestro dominio del álgebra avanzaba lenta y firmemente, como un tren que recorre una vía gradualmente ascendente. Había pocos huff y puff y la pendiente apenas se advertía. Pero si uno perdía un día o dos: Brum!! El camino hacia la recuperación se empinaba en un ángulo que hacía acelerar los latidos del corazón. Por lo tanto, tratábamos de no perder sus clases.
Soy portador de marcas del año que pasé con la señora Henzi. Todos en algún nivel, estamos convencidos de que la enseñanza produce un cambio, a menudo un cambio enorme, en la vida de los estudiantes, y lo hace por alguno de los caminos que he intentado expresar.